Sobre impuestos, gastos y... déficit democrático
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier 24 de Noviembre, 2005
Esto de los impuestos siempre levanta roncha y despierta comentarios más o menos típicos en nosotros... dado que es una situación que ya se nos ha hecho, también, típica – no solo en Costa Rica, sino en toda América Latina –. Así, aunque muchos lectores de la sub/versión pasada – “Chocolate sin ¿impuestos?” – coincidieron en la necesidad de que el Estado costarricense cuente con más ingresos por impuestos para poder financiar sanamente los bienes y servicios que cualquier sociedad moderna demanda – educación, seguridad, saneamiento, infraestructura, regulación, buena administración, etc. –; también manifestaron en sus respuestas varios argumentos que relativizan en unos casos la necesidad de mayores impuestos y explican o justifican en otros esa tendencia tan humana a no querer aceptar mayores impuestos. A continuación, mis reacciones.
La carga tributaria. Una primera aclaración – porque varios de los comentarios recibidos hacían referencia a eso – tiene que ver con el significado de la ‘carga tributaria’ como porcentaje del PIB y su comparación con la carga de otros países. Al hablar de ‘carga tributaria’ no estamos hablando de ‘qué tan altos son los impuestos’ en el sentido de cuáles son las tasas, por ejemplo, del impuesto sobre la renta o el de ventas. Simplemente estamos hablando de cuánto representa del valor total de la producción el monto de ingresos que el gobierno efectivamente recibe por concepto de pago de impuestos. En ese sentido, los costarricenses dedicamos efectivamente cerca de un 13.5% de nuestra producción al pago de impuestos lo que, como dije, está muy, pero muy por debajo de lo que dedican países más desarrollados donde esa carga – sin contar cargas sociales – suele superar el 30% del PIB y que, lógicamente, les permite gozar de mejores bienes y servicios públicos.
La evasión. Esto debiera servir para aclarar una segunda duda, y es que por supuesto que ese 13.5% sería más alto si no hubiera evasión. Por eso, cuando digo que hace falta que los ingresos fiscales suban, y alguien me dice “pero para eso no hace falta subir la carga tributaria”... nos enfrentamos con una posible confusión. Por supuesto que la carga tributaria (ese 13.5% del PIB) aumentaría si logramos reducir la evasión... y es más que evidente que esa tiene que ser una línea permanente de trabajo tanto del Ministerio de Hacienda, como del gobierno, de los empresarios, profesionales y trabajadores honestos (que pagan por la evasión de otros) y de la sociedad en su conjunto. Pero seamos realistas: por más que mejoremos en términos de reducir la evasión, eso toma tiempo y nunca va a dar tanto como para alcanzar la carga tributaria que realmente necesitamos. Mi argumento es que sí, por supuesto que hay que cambiar la cultura, los instrumentos y el esfuerzo cotidiano por frenar y reducir la evasión al mínimo... pero no podemos exagerar los montos – ni plazos – en que esto solventaría el vacío fiscal: si queremos tener la capacidad de financiar sanamente algunos de los bienes y servicios públicos que queremos tener, también hay que elevar algunos impuestos.
Los impuestos y los pobres. Una tercera duda tiene que ver con la justicia del sistema tributario: “que paguen los ricos, y no que paguemos los pobres...” solemos escuchar y hasta repetir. De nuevo, es evidente que cualquier reforma tributaria ‘decente’ debiera aspirar a ser, además de suficiente en cuanto a la cantidad de recursos que recauda, progresiva en el sentido de cobrar más – y progresivamente más – a quienes más tienen (o tenemos) en la sociedad, y menos a los que menos tienen. Pero aquí quisiera agregar un comentario, aclaración o sub/versión adicional: no se vale usar el argumento de “nosotros los pobres...” ¡a menos que de verdad lo seamos! Y lo digo porque es un argumento que usa mucha gente de clase media – de distintos estratos de la clase media – que, aunque claramente no son ricos... tampoco son pobres (y muchas veces están más cerca de los ricos... que de los pobres).
Impuestos y clase media. La pregunta entonces sería otra: ¿deben – debemos – tributar los de la clase media? Yo estoy convencido de que sí, y por tres razones que me parecen obvias.
La primera, es que si la clase media – y aquí estamos hablando de unas dos terceras partes del país – no tributa no habría forma de que los impuestos alcancen... ¡aún si los ricos pagaran! Cualquier estudio de los sistemas tributarios más exitosos mostraría que eso es así. Es posible excluir a los pobres de casi todos los impuestos – de hecho, en Costa Rica están excluidos de la mayoría, pues sus ingresos no llegan al mínimo requerido para tributar; y la mayoría de lo que las familias pobres gastan en consumo lo dedican a bienes de la canasta básica que están exonerados del impuesto de ventas – pero no es posible excluir a los sectores medios y, por supuesto, no debiéramos excluir a los más ricos.
La segunda es que, si en vez de tributar o pagarle al gobierno para tener servicios públicos de educación, saneamiento, salud (aquí habría que incluir el pago por la CCSS), la clase media prefiriera no hacerlo y más bien conseguir esos bienes ‘por su cuenta’ comprándolos en el mercado como bienes o servicios privados... eso podría funcionar, pero sólo para esa capa de lo que podríamos llamar la clase ‘media alta’. Recordemos, por ejemplo, que menos de un 15% de los estudiantes de secundaria de nuestro país asisten a colegios privados. ¿Podría el grueso de la clase media – la mitad del país – garantizarse servicios privados de educación, de salud y saneamiento, de infraestructura... si, en vez de pagar impuestos, pagara precios, matrículas o primas privadas?
Yo no lo creo, como no lo han creído ni en Europa, ni en Canadá, ni en Australia. Los esquemas de ‘servicios públicos... privados’ suelen resultar en una segmentación clara de esos servicios que, casi inevitablemente, conduce a una segmentación creciente de la sociedad misma: servicios privados, caros y de primera para los ricos y esa parte de la clase media alta que puede darse el lujo (o no puede, pero se lo da con un enorme sacrificio) de pagar por esos servicios... y servicios cada vez peores para el resto de la sociedad que tiene que conformarse con lo que puede dar un sistema público del que ‘se salen’ los que más podían contribuir. A esto hay que agregar el argumento ya utilizado por Albert Hirschman en los años cincuenta en un debate con Milton Friedman: cuando los sectores medios más educados – los profesionales en particular – se salen de los servicios públicos y se van hacia esquemas privados, se pierde también “la voz” que más puede exigir servicios públicos de calidad... que se deterioran entonces tanto por falta de recursos como por falta de una voz que exija.
Y la tercera, refiere al comentario de algunos lectores en el sentido de que podía resultar injusto ponerle impuestos a ciertos servicios privados – como los de salud y educación – porque eso encarece los servicios para los usuarios pero sigue permitiendo la evasión. Mi primer problema con esta duda es que no toma en cuenta el argumento anterior de que la gran mayoría de las familias costarricenses no depende en forma sistemática de los servicios privados, aunque los use algunas veces. Pero lo más importante es que tampoco toma en cuenta que uno de los objetivos implícitos en esa ampliación de la base del impuesto de ventas – o de valor agregado – es, precisamente, el de dotar a la Tributación de la información necesaria para cerrar el portillo mediante el cual muchos profesionales exitosos no tributan – o no tributan lo que les corresponde – aunque sus ingresos los coloquen casi en la parte más alta de la pirámide social. Este tipo de impuesto haría evidente cuáles son realmente sus ingresos y cuál debiera ser, por razones de justicia tributaria, su contribución fiscal. Claro que yo entiendo que esto no le guste a quien no ha estado tributando, pero no se vale como argumento...
Los impuestos y los ricos. Por el lado de la tributación, la queja más grande – y válida – es que si los grupos medios deben tributar más entonces los grupos altos debieran tributar mucho más. Eso, me parece indiscutible: no es ni justo ni eficiente que los grupos económicos más dinámicos y de mayores ganancias logren evadir su responsabilidad fiscal... mientras asalariados y demás grupos medios sí se ven obligados a tributar. No es fácil, por supuesto, cambiar esto, pues a lo largo de la historia – antigua y reciente – se han desarrollado un sinnúmero de subterfugios para que los ingresos más altos – en particular los ingresos del capital, no del trabajo – no paguen lo que debieran. Esta es una lógica que tiene que cambiar pero, insisto, no va a ser fácil. Más aún, esta no es una batalla únicamente costarricense: es una batalla mundial, pues la capacidad de elusión y evasión se hace todavía más alta cuando los capitales se vuelven globalmente móviles; esto se acompaña, además, de diversos mecanismos de ‘chantaje’ que, bajo el motto de la atracción de inversiones o de evitar la fuga de capitales, presiona para que se les exonere de más y más impuestos y contribuciones... y hasta para que se les brinde incentivos fiscales adicionales.
Que sea difícil no quiere decir que sea imposible y que no haya que estar, todo el tiempo, mejorando los instrumentos y ejerciendo la voluntad política – y demandando desde la ciudadanía – para que esto se haga: que los ricos paguen como ricos, como se suele decir con frecuencia, aunque casi nunca se actúa en consecuencia. En particular, debiéramos entender – y esto debieran entenderlo sobre todo los empresarios que sí tributan – que los mejores incentivos para atraer inversión en el mundo de hoy no son de corte tributario sino que tienen que ver mucho más con el entorno competitivo que el país ofrece: con la calidad de su mano de obra, de sus carreteras, de sus puertos y aeropuertos, de su energía, de sus telecomunicaciones y, en particular – algo que no parecemos entender – de la calidad, sensatez y agilidad de sus instituciones.
Sí, es necesario tributar más. Vistos todos estos argumentos por el lado de los impuestos, no puedo más que repetir: sí, debiéramos reducir la evasión, racionalizar las exoneraciones, ampliar las bases, elevar algunos impuestos y hacerlos más progresivos para que el gobierno pueda crear ese mejor entorno, tanto para la inversión como – y sobre todo – para quienes vivimos aquí y queremos que nuestros hijos y nietos sigan viviendo aquí con tranquilidad y calidad de vida.
Pero no es suficiente tributar más. Queda otro argumento en los comentarios de muchos lectores: está bien, me dicen, estaríamos dispuestos a pagar más impuestos pero solo si pudiéramos estar seguros de que, por un lado, esos impuestos se van a usar bien, se van a dirigir a los programas prioritarios, se van a utilizar con eficiencia... y no van a ser un mero gasto en más burocracia, más desperdicio y más privilegios. Una versión extrema, muy enfatizada – y legítima – de esta preocupación, es que no se quiere pagar más impuestos si esto simplemente va a significar, como dice un lector: “darles más plata... para que se la roben”.
La ineficiencia y la corrupción. Esas son las dos grandes dudas y son dudas más que razonables: que la plata que los ciudadanos le paguen al gobierno de verdad sea para financiar los bienes y servicios que presta el gobierno – y no para algunos que, por estar ahí, le pueden meter mano para su beneficio personal – y que el gobierno la use bien, la use con sensatez, dedicándola a lo que más beneficia al país y, sobre todo, haciéndolo en forma eficiente. Solo así los servicios públicos serían – como he dicho alguna vez – eficientes en el triple sentido en que debe ser eficiente el gasto público: en términos de su cobertura, de su costo y de su calidad. La ineficiencia y la corrupción son las dos razones más importantes que da la gente para no querer pagar más impuestos. Y tienen razón: a nadie le gusta pagar plata para que se desperdicie y, mucho menos, para que otro se la embolse sin merecerlo.
La calidad del Estado y la rendición de cuentas. Y aquí, estamos frente a la otra cara de la medalla de la reforma fiscal: la calidad de las instituciones públicas y de su personal a todo nivel, su capacidad para definir correctamente las prioridades y, luego, para ejecutar y gestionar eficiente y honestamente los recursos con que se atienden esas prioridades. Es el reto pendiente de la buena gestión pública. Y es un reto que, entre otros, demanda un componente ineludible: la rendición de cuentas, un mecanismo que, para funcionar, debe, a su vez, tener dos caras.
Por un lado, la cara político-institucional: se requiere avanzar hacia un sistema público orientado, acostumbrado y preparado a rendir cuentas a la ciudadanía, tanto en términos financieros – qué está haciendo con la plata que la sociedad le entrega en forma de impuestos, tarifas, cuotas y demás – como en términos genuinamente políticos: hacia dónde está conduciendo a la sociedad, cómo está cumpliendo – o al menos intentando cumplir – con sus compromisos, cómo está enfrentando los retos del desarrollo nacional. En vez de los cada-vez-más-aburridos discursos del primero de mayo... debiéramos tener mecanismos activos y frecuentes de rendición de cuentas, para que la gente sepa, de verdad, para dónde vamos y en qué – y cómo – se está gastando la plata.
Pero, por otro lado, y al igual que el gobierno, la ciudadanía debe acostumbrarse a que no es solo su derecho, sino su deber y su responsabilidad exigir – y prepararse para recibir – ese rendimiento de cuentas y actuar en consecuencia. Tanto a nivel personal, como de las diversas formas en que nos organizamos – comunales, sociales, gremiales, etc. – los ciudadanos y ciudadanas debiéramos estar permanentemente atentos a demandar, recibir, analizar... y siempre dispuestos a reaccionar frente a esa rendición de cuentas, tanto para criticar o censurar cuando las cosas no se hacen bien... como para celebrar, cuando eso sea lo que se amerita – que es también una costumbre bastante perdida: algunos creen que sólo tenemos el derecho y el deber de criticar... y criticarlo todo.
¿Sí... pero no? En fin, enfrentar estos retos supone que, junto al cambio institucional y el aumento de los impuestos, se dé un cambio cultural. Frente a eso, algunos siempre escogerán la respuesta más fácil, que es decir “sí, pero... no”. ¿A qué me refiero? A todos los que dicen – o decimos, porque todos hemos caído en eso alguna vez – que sí, que está bien, que estamos dispuestos a pagar más impuestos... pero sólo una vez que todos los demás hayan hecho su parte: pagaremos nuestra parte cuando no haya corrupción, pagaremos nuestra parte cuando no haya evasión, pagaremos nuestra parte cuando estemos seguros de que cada cinco vaya a sus destino correcto y se gaste de la mejor forma, etc. El problema es que así regresamos al círculo vicioso del que partimos: cuando todos esperamos que primero paguen los demás y que primero se resuelvan problemas que, para resolverse, requieren recursos frescos... entonces nada puede cambiar. Esto solo favorece a los que, en efecto, pueden defenderse solos.
Hay que romper los círculos viciosos. La ruptura de los círculos viciosos, como los cambios culturales, tiene que empezar por algún lado o por unos pocos... nunca por todos a la vez. Uno de esos lados, me temo, incluye el aumento de algunos impuestos y el combate a la evasión. Otro, también ineludible, es la transparencia del gasto público y la mejora en algunos servicios fundamentales – pienso en educación e infraestructura como dos buenos ejemplos – que le vayan devolviendo a la gente la credibilidad en las instituciones de gobierno. En todo caso, por algún lado hay que empezar.
Garantías... y trampas. No puede haber garantías en esta aventura. Pero cuidado, porque de lo que sí hay garantía es de que, si no lo hacemos, si no rompemos este círculo vicioso, entonces perderemos lo que por tantos años habíamos logrado construir: una sociedad que, aunque no espectacular, al menos era relativamente próspera y solidaria. Una pérdida nada desdeñable: una trampa mortal. ¿Será que eso es lo que queremos? ¿Será que no nos importa? ¿Será que estamos – o creemos estar – entre los que sí pueden defenderse solos y tener éxito solos? ¿Será que alguien de verdad cree que, en una sociedad, se puede ‘tener éxito’ solos... sin que la cosa reviente por algún lado?
El mercado y el Estado. En síntesis, no usemos los defectos del Estado y de la gestión pública – que obviamente los tiene – para justificar lo injustificable: el descuido y desfinanciamiento de lo público como subterfugio para promover su mercantilización o privatización. Recordemos que la economía de mercado solo tiene éxito en promover el desarrollo – y más éxito que ningún otro tipo de economía conocida – en el contexto institucional de una sólida sociedad de derecho. No existe ningún país desarrollado en el que una economía de mercado fuerte se acompañe de un Estado y una ciudadanía débil... ese déficit democrático sólo se encuentra – y no por casualidad – en los países que no han logrado romper el círculo vicioso del crecimiento basado en la pobreza, de ese poverty led growth del que siempre hemos querido escapar. Es un reto que sigue pendiente.