Tacaños, mojigatos, duros y miopes
Leonardo Garnier

Sub/Versiones – La Nación: Jueves 5 de diciembre, 2002
Tal vez por la distancia, tal vez por el desconocimiento y, tal vez, hasta por la misma magnitud de la tragedia, la cosa es que el terrible impacto del SIDA en África nos resulta lejano y ajeno. Cuando leemos las noticias, cuando vemos las fotos de los enfermos o de alguno de los ya más de cuarenta millones de huérfanos, sentimos angustia y pena por unos instantes y, luego… pasamos a otra noticia, al anuncio o a otro canal. Pero aunque el televisor se apague o se cierre el periódico, los números – y las caras que están detrás de esos números – debieran resultarnos tan terroríficos como para seguir ahí, grabados en nuestros ojos, en nuestra memoria, doliéndonos e incomodándonos.
Porque no podemos sentirnos cómodos cuando leemos en el Resumen Mundial de la Epidemia del VIH/SIDA publicado esta semana por ONUSIDA, que de los 3.1 millones de muertes por SIDA que se dieron este año, más de 2.4 millones ocurrieron en el África Subsahariana; que de los 5 millones de personas que contrajeron el virus este año, 3.5 millones viven en esa misma región; y que de los 42 millones de personas que viven hoy en el mundo infectados por el VIH, 30 millones viven también ahí. Así, una región que tiene el 10% de la población del planeta, padece el 70% de las infecciones y un 80% de las muertes causadas por el VIH/SIDA.
Y si los datos anuales no nos impactan, pensemos entonces que, cada día, mueren catorce mil personas de SIDA en el mundo, más de once mil de ellos – cada día, como hoy – en África; que en algunos países africanos, más de una tercera parte de los adultos está infectada; que la mitad de los nuevos contagios ocurre en jóvenes entre 15 y 24 años de edad; que un joven de 15 años de Botswana tiene un 80% de probabilidad de morir de SIDA; que las mujeres constituyen un 58% de los infectados en esos países, y que más de cuatro millones de niños menores de 15 años ya se han contagiado de SIDA (más del 90% eran hijos de madres infectadas, que les transmitieron el virus desde el útero, durante el parto o durante el amamantamiento). Y esta es una pandemia que se ensaña especialmente con los niños, avanzando rápidamente de infección a muerte: nueve de cada diez de los 610.000 niños menores de 15 años que murieron de SIDA este año, eran africanos.
Pero nadie es inmune y las tendencias mundiales son alarmantes. De hecho, ya han muerto más de 20 millones de personas a causa del SIDA (no, no pase rápido sobre esa cifra, que es muy grande como para eso: es cinco veces la población de Costa Rica) y se estima que, a menos que el mundo logre articular un esfuerzo global, veloz y drástico de prevención, otros 45 millones de personas contraerán el VIH durante esta década, haciendo avanzar la pandemia más allá del África, pues más del 40% de esas nuevas infecciones corresponderán a países de Asia y el Pacífico. Con razón se dice que “esta enfermedad se ha transformado en la más devastadora que haya enfrentado jamás la humanidad”. Pero no parecemos reaccionar: las soluciones no son baratas, el tema sexual es tabú, los muertos todavía están demasiado lejos, y nos resultan demasiado ajenos. Parece que somos tacaños, mojigatos, duros de corazón… y cortos de vista.