Te bautizo, te mato
Leonardo Garnier

Sub/versiones – LA NACIÓN: Jueves 27 de marzo, 2003
¿Cómo no escribir sobre la guerra? Y, sin embargo, ¿cómo escribir sobre la guerra escribiendo también sobre usted que me lee en estos momentos? Porque usted también es la guerra. Yo soy la guerra. Hemos sido la guerra desde siempre. Y hemos tratado de librarnos de ella desde siempre. De construir la paz, desde siempre. Detrás de la guerra y detrás de la paz está siempre el otro – usted, o yo – porque es siempre ese otro el que nos da sentido: nadie tiene sentido en sí mismo. Somos íntima e intrínsecamente contradictorios: sólo soy individuo – ser humano – en la medida en que soy un elemento diferenciado y consciente de un ‘nosotros’. Mi individualidad sólo se construye en colectivo: solo porque somos, soy. ¡Y no deje de leer, que no es un juego de palabras! Piénselo bien, trate de entenderse usted solito, solita… sin nadie más al lado, nadie arriba, nadie abajo, nadie más adentro, nadie afuera. Usted… ¿sería?
¿Y a qué todo esto? – dirá usted. ¿Y la guerra? Primero, otro peldaño. Como bien intuyó Adam Smith, esa contradictoria esencia humana nos empuja a un tiempo en dos direcciones dispares. Nos empuja a encontrar sentido en la lógica de la simpatía, de identificarnos y sentirnos uno con el otro, gozar con sus alegrías, sufrir con sus penas. Pero nos empuja también a la lógica del egoísmo: es más fácil que el hombre obtenga lo que quiere de los otros “si puede inclinar a su favor el egoísmo de ellos demostrándoles que les interesa hacer lo que él les pide”. Mientras la simpatía se pregunta ¿cuánto le importo a los demás, cuánto me importan?, el egoísmo se pregunta ¿cuánto valgo, cuánto mando? Las dos preguntas nos definen.
La lógica de la simpatía se centra en la búsqueda del afecto y del respeto, y nos exige la identidad con nuestros otros, con esos que sentimos cerca y que nos dan sentido: nuestro prójimo. La lógica del egoísmo apunta más bien a la búsqueda del prestigio y del poder, a la utilización del otro en mi beneficio, y nos exige la despersonalización de las relaciones humanas, hacer del otro un extraño. En sus formas extremas, nos exige la despersonalización absoluta del otro. Por eso, en las guerras, nos surge esa terrible necesidad de deshumanizar al otro, de redefinirlo como ajeno, como distinto, como menos que humano… para poder tratarlo así, sin afectos ni derechos, y encontrar en eso algún sentido. Es mucho más que un juego de palabras: ¡No es de los nuestros!
Te bautizo enemigo, porque sólo así podré combatirte. Te bautizo ajeno, extraño, loco, raro, porque sólo así podré golpearte, herirte, dañarte. Te bautizo. Te cambio el nombre. Te retiro la identidad de prójimo. Te bautizo otro. Te bautizo extranjero. Te bautizo y te distingo, te desconozco para poder matarte sin pena y sin culpa. Te bautizo, te quito el alma, te marco el cuerpo distinto a mi cuerpo, recinto de mi alma verdadera. Te bautizo negro si soy blanco. Mujer si soy hombre. Infiel si soy creyente. Rebelde si soy patriota. Árabe – y árabes amenazantes tus niños – si soy cristiano. Te bautizo para desconocerte con certeza y reconocerte solo como enemigo. Todo lo tuyo me es ajeno y en tu destrucción me identifico, me glorifico, me salvo. Por eso, sin remordimiento, te bautizo. Y te mato.