Un nombramiento impúdico
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Sub/versiones: La Nación, Costa Rica – Jueves 17 de marzo, 2005
Casi no habían desempacado de su gira conciliadora por Europa, cuando el Presidente Bush y su Secretaria de Estado Condoleeza Rice volvieron a las andadas y sorprendieron al mundo nominando como su próximo embajador ante Naciones Unidas nada menos que a John Bolton, subsecretario de Estado para el Control de Armas y Seguridad Internacional y a quien muchos consideran “el más unilateralista y menos diplomático de los altos funcionarios de la primera administración Bush”. ¿Y quién es John Bolton – dirá usted – y por qué sería tan grave su nombramiento en la ONU?
A lo largo de su ya larga carrera, John Bolton se ha ganado la reputación de ser el más efectivo y estridente opositor de las Naciones Unidas y de todas las entidades de derecho internacional que no sean directamente controladas por los Estados Unidos. Bolton piensa que “es un gran error que demos la más mínima validez al derecho internacional, aún cuando pueda parecer que en el corto plazo eso nos favorece; porque, a la larga, el objetivo de quienes piensan que el derecho internacional realmente significa algo, no es otro que el de constreñir a los Estados Unidos”. Consecuente con esa línea de pensamiento, desde los años setenta, Bolton ha atacado sin descanso a todas aquellas entidades multilaterales y acuerdos internacionales que no contribuyan directamente a fortalecer el poder de su gobierno.
En las campañas electorales de los estados sureños, Bolton se había destacado por apelar al racismo de los votantes blancos, algo que repitió en la campaña presidencial del año 2000, en la que también jugó un papel central en conseguir que la Corte Suprema detuviera el recuento de votos. También se le recuerda por sus esfuerzos, cuando trabajaba como asesor del Procurador General, para dificultar los esfuerzos del Congreso por investigar el papel del Departamento de Justicia en el caso Irán-contras; así como los esfuerzos de la Comisión Kerry por indagar el tráfico de drogas y armas por los contras nicaragüenses y sus aliados estadounidenses.
A inicios de la primera administración de G.W. Bush, Bolton montó una campaña para eliminar cualquier freno a las prerrogativas internacionales de los Estados Unidos, oponiéndose fieramente a los tratados existentes y a las propuestas de restringir el uso de minas de tierra, los niños soldados, las armas biológicas, las pruebas nucleares y el comercio de armas pequeñas. En el verano del 2001 escandalizó a las delegaciones extranjeras en la Conferencia de la ONU sobre el Tráfico Ilícito de Armas Pequeñas y Ligeras cuando, acompañado de miembros del National Rifle Association, anunció que Washington se opondría a cualquier intento de regular el tráfico de armas de fuego o rifles no militares o a cualquier otro esfuerzo que “abrogara el derecho constitucional a portar armas”. Además, logró desmantelar el Acuerdo de Misiles Antibalísticos y pudo sabotear el establecimiento de un protocolo internacional de verificación que dotara de capacidad punitiva a la convención sobre armas biológicas, jactándose de que el acuerdo estaba “muerto, muerto, muerto y no quiero que vuelva de entre los muertos”.
Ya en 1998, como Vicepresidente del think tank derechista Instituto Empresarial Americano, Bolton había atacado la recién establecida Corte Penal Internacional – primer tribunal permanente con jurisdicción sobre crímenes de guerra, crímenes contra la humanidad y genocidio – que, para él, no era más que “el producto de un romanticismo desenfocado que no solo es ingenuo sino peligroso”. Pocos años después, en lo que él mismo ha calificado como “el momento más feliz de mi servicio al gobierno”, Bolton encabezó desde el Departamento de Estado, la escalada que llevó a que el Presidente Bush firmara el retiro de los Estados Unidos de la Corte Penal Internacional.
Bolton ha despreciado y rechazado desde siempre la legitimidad de la Naciones Unidas y ha insistido en que los Estados Unidos no debieran contribuir a su financiamiento. En un discurso de 1994 frente a la Asociación Federalista Mundial, Bolton declaró que, simplemente, “no existe tal cosa como las Naciones Unidas”, y remachó afirmando que “si al edificio de las Naciones Unidas en Nueva York se le cayeran diez pisos, eso no haría la más mínima diferencia”.
Más recientemente, en un artículo de 1999 para el Weekly Standard titulado “El acaparamiento del poder de Kofi Annan” (Kofi Annan Power Grab) Bolton atacó frontalmente la “absurda pretensión” de considerar a las Naciones Unidas como la única fuente capaz de legitimar el uso de la fuerza internacional. Si los Estados Unidos no rechaza esa doctrina – previene Bolton – “su discreción para utilizar la fuerza para promover sus intereses nacionales probablemente se vería inhibida en el futuro”. De hecho, cuando las Naciones Unidas no autorizaron la invasión de Iraq, dijo que eso “evidenciaba una vez más por qué no debiéramos pagarle nada a las Naciones Unidas”. En un discurso del 2003 ante la Sociedad Federalista, Bolton dejó todavía más clara su posición al afirmar que, mientras los Estados Unidos siguieran sus propios procedimientos constitucionales, no se podía cuestionar la legitimidad de cualquier acción resultante en el exterior. “No nos equivoquemos – advirtió – porque no entender que nuestros procedimientos constitucionales, por sí mismos, nos confieren legitimidad resultaría, con el tiempo, en atrofiar nuestra capacidad para actuar independientemente.”
Ese es, en fin, John Bolton. El hombre de quien el senador ultraderechista Jesse Helms una vez dijo que era “el tipo de hombre que querría tener a mi lado en el Armageddon”. Ese es John Bolton, embajador propuesto de los Estados Unidos en las Naciones Unidas.