Ana Istarú El Financiero, 18-24 de julio, 2005
El Rey debe ser destetado.
Y de unas tres o cuatro personas más. Empezando por Bebé. Apareció un día: me lo dijo la gotita de orina y su raya azul sobre la prueba de embarazo, la raya de “tu vida se divide en dos: antes y después de Bebé”.
Bebé estableció en mi cuerpo su Principado y empezó a ejercer desde allí su majestuoso señorío: no beberás, no fumarás, no tomarás aspirina ni medicina alguna que no recete mi fiel servidor, -tu médico-, no te alimentarás de guiso picante alguno, bajarás con respeto los escalones, dormirás cuanto te permita el peso de tu vientre.
Nomás nacido, miope y tembloroso, hecho una mota de algodón, haciendo uso del derecho que le confiere su alta dignidad, Bebé se nos prende con firmeza del pecho, del que no logrará separarlo nadie. Por unos 12 meses. Incluso más.
Y aquel otro, hasta entonces enamorado como gondolero de nuestra barriga, es decir, nuestro marido, constata con sorpresa y mal reprimido dolor que ya no es el único comensal en la fiesta de nuestro cuerpo.
Y ceñudo y cabizbajo comienza a reclamar: que demasiada leche, que demasiado tiempo, que siente una nostalgia indescriptible por los anticonceptivos orales, que el látex lo deprime.
Que el Rey debe ser destetado.
Y en un descuido de Bebé, cuando olvida que aún no sabe caminar y persigue a una libélula, Mamá por fin se cierra el corpiño.
Y en un descuido de Papá, impone su reinado. otro Bebé. Incluso más.
Y ceñuda y cabizbaja, Mamá comienza a reclamar: que suficientes Príncipes, que demasiados años tragando estrógeno, que alguien debe cerrar la fábrica. Que ella ya ha puesto 27 meses de embarazo, tres partos, -puede que alguno por cesárea-, un par, entonces, de episiotomías, cuatro años, en total, de lactancia, 12 años de tomar pastillas.
Que sea Papá.
Y Papá la mira horrorizado. ¿Cómo.? ¿Una región tan íntima? No le cruzó nunca por la mente que algún día alguien pudiera considerarlo carne de vasectomía.
Y lo tengo que pensar.
Entretanto, Mamá descubre que nada convoca más a la familia que el que ella intente ir al baño. Nomás asciende al trono, Papá irrumpe buscando navajillas, Bebé 1 y Bebé 2 aprovechan y se cuelan, se guindan, se sientan en su regazo, quieren comer, quieren jugar, quieren pelear, quieren Mamá. Y no hay pestillo que valga. A Papá, en cambio, no le cruzó nunca por la mente hacer pipí con auditorio.
Mamá logra por fin cerrar la puerta y lee en una revista que un Papá mal dispuesto al método quirúrgico no solo pierde la fecundidad: pierde el deseo.
Y lo piensa.
Mamá, mal resignada, ofrenda entonces su cuerpo al bisturí. Cierra la fábrica. Suspira. E intenta consolarse: tal vez Bebé 2, que ahora juega con muñecas, se atreva algún día a decir: “Este ratito es mío, este baño es mío, este cuerpo es mío. La Reina va a orinar, retírese la Corte”, sin que se le caiga la corona por la culpa.
Tal vez Bebé 1 esté dispuesto algún día, cuando ya sea el Papá de una hermosa camada, a poner, por fin, él también el cuerpo. Y llevar al cerrajero la llave de su sexo.

