Las buenas (y malas) enseñanzas de la crisis
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
La República, 18/1/90
Con la crisis se hizo evidente que el modelo de desarrollo seguido por Costa Rica desde fines de los cincuentas había generado eso que se ha dado en llamar un “sesgo antiexportador”. Los principales componentes de dicho sesgo eran, por un lado, la exagerada protección arancelaria para la producción industrial dirigida al mercado centroamericano, y por otro, el tipo de cambio sobrevaluado que estimulaba las importaciones y castigaba las exportaciones. Los principales efectos de este sesgo fueron los de crear una distorsión en la asignación de los recursos hacia la producción dirigida al mercado centroamericano y en contra de nueva producción exportable (las exportaciones siguieron siendo las mismas de siempre); y hacer, además, que la producción para mercado interno se caracterizara por niveles muy bajos de competitividad (en precios y en calidad).
Tanto la producción tradicional de exportación como aquella dirigida al mercado interno mantuvieron un grado significativo de desarticulación interna y, en especial la segunda, una grave desarticulación tecnológica. Esto no era lo que buscaba el proyecto original de mercado común, que más bien pretendía proteger a las industrias infantiles centroamericanas mientras aprendían a competir en el mercado internacional. El proyecto original, si se quiere, era de corte “exportador”, aunque buscaba apoyarse en el mercado interno para dar los primeros pasos.
Entre las causas de que los hechos no coincidieran con las intenciones de quienes gestaron el proyecto podemos mencionar tanto los intereses de una fracción importante de los grupos empresariales centroamericanos (en particular de El Salvador y Guatemala) como los intereses de empresas transnacionales que veían en los mercados protegidos nichos en los cuales obtener ganancias extraordinarias. Así, el argumento de la “industria infantil” que necesita protección para aprender a exportar se utilizó para favorecer a muchas empresas que, ni eran “infantiles”, ni tenían el menor interés en desarrollar en Centroamérica una base exportadora hacia otros mercados (proteger a Colgate para que “aprenda” a hacer pasta de dientes... proteger a Firestone para que “aprenda” a hacer llantas...).
Esto provocaba, lógicamente, un problema adicional: si esas empresas invirtieron no porque la protección les permitía aprender, sino precisamente por la ganancia que obtenían de la protección misma, es evidente que el carácter “temporal” de la protección no podía estar más que en el papel. Sin protección, esas empresas no tenían mayor interés en permanecer aquí; aún más, dados sus pobres niveles de competitividad, estas empresas difícilmente continuarían siendo rentables al desaparecer dicha protección. Fue así como algo que nacía como un estímulo para desarrollar la capacidad productiva local y, por tanto, una mayor capacidad exportadora, terminó por convertirse en el mentado “sesgo antiexportador”. De condición para el despegue, la protección del mercado interno (y la sobrevaluación del tipo de cambio) se convirtió en condición de vida para la industria costarricense y centroamericana.
Con la crisis, como dijimos, las limitaciones de este absurdo esquema se hicieron evidentes: para empezar, no podíamos seguir viviendo de lo que no producíamos. El esquema fue viable por mucho tiempo por el acceso casi ilimitado a recursos externos que por distintas razones pudimos disfrutar; cuando esto se acabó, se acabó también la ilusión de vivir más allá a nuestras posibilidades. Un sector productivo que sólo podía competir gracias a permanentes y enormes niveles de protección, no era económicamente viable. La protección genérica y permanente fue finalmente comprendida no como un estímulo, sino como un desincentivo para el aumento de la competitividad. Lo mismo es cierto de la política de mantener tipos de cambios artificialmente sobrevaluados, que dieran la ilusión de que nuestro trabajo era más productivo de lo que realmente era, de que podíamos comprar con él más de lo que realmente nos estaban pagando por sus productos.
Finalmente, la restricción de recursos que se evidenció con la crisis también sirvió para evidenciar los límites de la política distributiva del pasado: no es posible repartir lo que no se tiene. La única forma de hacerlo es o bien endeudándonos, cargando así el costo a las generaciones futuras sin que lo sepan, o bien mediante la emisión monetaria, que carga el costo sobre el conjunto de la población.
Las respuestas fáciles suelen venderse mejor que las complejas. Así, la crisis acabó con la vieja caricatura de la “sustitución de importaciones” para sustituirla por una nueva: la “promoción de exportaciones”, y se tendió a reducir el problema de la capacidad productiva del país a un problema de capacidad exportadora per se: había que exportar a toda costa, y a cualquier costo. Era la época del “exportemos porque exportar es bueno”, y cualquier cosa que frenara cualquier tipo de exportación... era mala. Esto llevó a generalizar el término “sesgo antiexportador” para cubrir prácticamente todo intento de la sociedad en su conjunto por participar en los frutos de la promoción de exportaciones: los salarios altos, las cuotas del seguro social, el impuesto sobre la renta, el costo de la electricidad y las telecomunicaciones, la capacitación... en fin, todo cabía en el término “sesgo antiexportador”.
Así, se fue conformando un amplio programa de promoción de exportaciones: la sobrevaluación del colón desapareció; se inició un proceso sistemático de desgravación arancelaria; se otorgó exención del impuesto sobre la renta a las actividades exportadoras no tradicionales, y se dio también exención a la importación de insumos para estas actividades; se otorgó el “Certificado de Abono Tributario” (CAT) a las exportadoras no tradicionales, y se dio también ex exportadores no tradicionales; se estableció el “Régimen de Admisión Temporal” y el “Régimen de Zonas Francas”; etc.
En un sentido inmediato, estas políticas fueron altamente exitosas, pues las exportaciones totales –y en especial las no tradicionales- crecieron notablemente en los últimos años. Sin embargo, una vez eliminado el verdadero sesgo antiexportador en sentido macroeconómico, las medidas de promoción genérica se vuelven sumamente ineficientes y caras: se gastan excesivos recursos en estimular actividades que probablemente no lo requieren, no se logra estimular la articulación de la economía pues sólo de beneficia al exportador final (que muchas veces no es más que un intermediario), no se promueve el aumento en la eficiencia, productividad o calidad de producción, no se asignan recursos suficientes para estimular actividades estratégicas, y se corre el riesgo de enfrentar acusaciones por competencia desleal. Tal vez sea hora ya de aprovechar las “buenas enseñanzas” de la crisis.
Para empezar, no hace mayor diferencia que una actividad productiva satisfaga el mercado interno o el externo, lo importante es que lo haga en forma competitiva. Cuando la producción pata el mercado interno requiere de una producción permanente, el problema no es el mercado de destino, sino la ineficiencia de producción. De la misma forma, si una actividad productiva sólo puede exportar cuando los salarios son bajos, no paga impuestos, no paga cuotas de seguridad social, y recibe otros subsidios directos o indirectos, entonces estamos en el mismo problema; esa actividad no presenta los niveles de eficiencia necesarios.
Así, después de muchas vueltas, volvemos al viejo argumento de la industria infantil: la protección no puede justificarse como un sistema permanente; sólo tiene sentido cuando una actividad se está iniciando, o cuando está atravesando por cambios de tal magnitud que no serían viables sin un poco de “comprensión” y apoyo por parte de la sociedad en su conjunto. Debemos entonces superar las distinciones entre “protección para sustituir importaciones” o “protección para promover exportaciones” y establecer una serie de reglas claras para promover nuevos procesos productivos, o la transformación del aparato productivo existente.
Cuando existan sesgos contra determinada existan riesgos contra determinada actividad que realmente califiquen como tales (es decir, que efectivamente reflejen una ineficiencia o un cuello de botella en asuntos que afecte la rentabilidad de la misma) entonces deberán atacarse o compensarse estos sesgos en forma directa, y no mediante medidas genéticas. Igualmente, cuando una actividad productiva presente características que la hacen especialmente importante para la sociedad en su conjunto, más allá de aquellas que se expresan en los niveles de rentabilidad privada que podría generar, dicha actividad podría recibir los correspondientes estímulos por parte de la sociedad. De esta forma, se buscaría transformar nuestro aparato productivo pata que sea capaz de financiar sanamente los niveles de vida que nos caracterizan, y de los que justamente nos enorgullecemos. Por lo contrario, de consolidarse las “malas enseñanzas” de la crisis, serían esos niveles de vida los que tendrían que pagar los platos rotos.