La última frontera
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Lentamente, el viejo alza la cuchara dubitativa hacia su boca desdentada y escéptica. La sopa tibia, amarillenta, insípida, es el alimento más agradable que sirven en el asilo al que sus eufémicos hijos llaman hogar de ancianos, sin querer darse cuenta de que un hogar debe invocar afecto para merecer el nombre, y que los ancianos deben ser venerables para sentirse ancianos, y no simplemente despojos, restos, sobros en proceso de descomposición.
Mientras la sopa hace su recorrido por el cuerpo del viejo, los ojos serenos repasan, en disciplinada rutina, las grietas de la pared lateral, que forman –si uno aplica la imaginación como la aplica un niño—un curioso mapamundi, en el que las fronteras dejan de ser inofensivas líneas imaginarias para convertirse en verdaderos abismos grises que separan el terreno ocre de las patrias. ¡Era tan bueno el pastel de mango que hacía Domitila! Nos escapábamos de la escuela justo antes de que empezara la clase de religión, y corríamos bordeando el río hasta llegar a su casa en el momento preciso: ¡aaahhh! Todavía puedo oler aquel aire perfumado a pastel, todavía puedo ver la cara de Domitila, haciéndose la sorprendida cuando nos venía llegar (como si no nos esperara) y regañándonos entre dientes –entre sus pocos dientes– con aquel ¿qué hacen aquí a esta hora, güilas, no tenían que estar en clase? Y nos pasaba uno de sus platos gordos de loza azul y blanca, con un pedazo de mmmm, qué se yo con qué podría comparar aquel pastel... un pedazo así, grande, caliente, tostadito... qué vida la de entonces. La cuchara tiembla por última vez antes de caer sonora al piso. La cara del viejo se inclina y cae despaciosa sobre su brazo, que apoyado en la mesa parecía esperarla precavido. La sopa se termina de enfriar, con una capa de grasa que se endurece sobre la superficie. En la cara del viejo, una sonrisa firme y duradera borra para siempre todo rasgo de escepticismo, mientras él cruza la última frontera.