Leonardo Garnier

Los hombres llegaron solos. 
Cabizbajos. 
Como si les pesara amargo
el silencio de la noche.
Se fueron amontonando
alrededor de la vieja aldea
o, más bien, alrededor de las cenizas
tristes y aún cálidas que señalaban,
junto con escombros quejumbrosos
y algunas pocas paredes erguidas,
el lugar en el que ellos, hasta hace poco,
vivían
y gozaban
y trabajaban
y soñaban. 
Hasta hace poco. 
Y la furia,
confundida con vergüenza e impotencia,
resbalaba por sus caras. 
Y las manos se abrían y se cerraban
como sin saber qué tarea
acometer primero:
la inútil reconstrucción de la aldea
o la venganza imposible de sus hijos
y sus mujeres muertas. 
¿Cómo se dejaron engañar tan fácilmente? 
¿Cómo pudo la ambición por la nueva magia
cegarlos tanto? 
Ahora todo estaba claro. 
Nunca existió tal magia.
Nunca fue cierto que se pudiera volar,
que los hombres pudieran abandonar el suelo
y elevarse por los aires
en medio de ruidos ensordecedores
y remolinos que todo lo agitaban. 
Pero ellos lo vieron
- o creyeron verlo -
y siguieron al profeta ajeno hacia la montaña,
donde serían iniciados en la estruendosa quimera,
en la maravillosa ilusión de vencer las amarras
que nos mantienen atados a la tierra. 
Y serían poderosos,
y serían temidos,
y podrían usar su nueva magia
para arrasar, una tras otra,
las aldeas del enemigo. 
Y es que ellos vieron, o más bien
- pensaban  ahora -
creyeron ver los enormes y sonoros
artefactos voladores;
se maravillaron
y cayeron en la trampa.
Quisieron apoderarse de la magia,
y el Gran Dios Terrestre los condenó
con el peor de los castigos. 
Les negó la eternidad y la memoria. 
Los dejó solos.