Mi caballo
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Hoy me desperté agitado. Debe haber sido un sueño, pero no sé. De pronto lo vi, estoy seguro que era él. Mi caballo. Pero no podía ser, porque mi caballo no era más que un caballo de palo, con su careta de plástico mal recortada y aquellas crines que entonces se veían enormes y que no han de haber sido más que veinte centímetros de fibrillas. Su cuerpo brioso bajo mis piernas, tieso palo de escoba vieja, que de vieja se volvió inservible y de inservible se volvió caballo. Y era un caballo, para todos los efectos era un caballo. Podía recorrer en un santiamén el gran cañón que separaba mi habitación de la de mis padres; y no encontraba obstáculo capaz de mantenerlo alejado de las galletas de la despensa, que nos encantaban. De noche, su madera reluciente dormía lejana, allá con sus primas de largas crines, sólo para abandonarlas a las tareas domésticas al amanecer, mientras él recuperaba su brío de potranco indio. Era lindo mi caballo. Me lo regaló abuela una mañana de sábado que la acompañé al mercado. ¡Qué olor más feo el del mercado! Pero yo iba a caballo y, desde entonces, dejé de sentir envidia o nostalgia por Silver, por Tigre o por Furia Negra: yo tenía mi propio corcel, mi caballo. Pero no podía ser mi caballo el del sueño: ojos de fuego, crines al viento, galope propio. Y sin embargo, si mi sueño era mi sueño, el caballo era mi caballo. Una vez más fui vaquero, apache, gitano y árabe. Una vez más sentí el gozo de su vida inquieta adivinando mis deseos y corriendo sin esperar mi señal infantil desde sus riendas. Poco a poco anocheció también en el sueño y, de pronto, se lo llevaron. No pude ver quién, ni cómo. Cuando lo busqué ya no estaba. Ni en el establo, ni en la cocina, ni entre las crines de las escobas, ni con los otros caballos que esperaban frente a la cantina. Nunca lo volví a ver. Ni en sueños. Se lo llevaron, y nunca lo volveré a ver. ¿Cómo pude dejar sólo a mi caballo? ¿Cómo pude olvidarlo?