Leonardo Garnier

Mientras dormías, yo te observaba. 
Serían las dos o tres de la mañana,
no estoy seguro, pero tenía insomnio
y no quería echar mano al Valium
porque pronto serían las cinco
y de nuevo el día
y de nuevo el trabajo
y de nuevo la rutina
y el agite. 
Acomodé mejor tu cabeza sobre la almohada,
aproveché para sembrar uno de esos besos intrascendentes
para quien - dormida - los recibe,
y seguí dando vueltas en la cama,
buscando algo que me condujera al sueño
o se aprovechara al menos de su ausencia.  
A la tercera leída no quedaba ya nada en el periódico
digno de acompañar y apaciguar mi vigilia. 
Jugué para arriba y para abajo con los botones
del control remoto pero,
a esas horas, hasta los canales de cable
parecen saber que la sintonía es baja,
y aprovechan para descargar
en algunos pobres desvelados como yo,
lo menos entretenido y novedoso de su repertorio.
Pasé así desde la enésima repetición
de una Sally Field volátil y risueña,
que ni por asomo se pensaba
armando huelgas y ganando óscares,
hasta la monjita verdadera y regordeta
que nos conversa, religiosamente, noche a noche
desde algún lugar, desde algún set televisivo,
pero que no es lo que necesitamos
en una insomne madrugada de miércoles. 
Así, vencido por la falta de sueño
y ayuno de alternativas noté, de pronto,
que mientras yo buscaba sosiego inútilmente,
mi mano traviesa - la derecha en este caso -
se entretenía, como sin querer,
acariciando levemente tu rodilla. 
La observé subir despaciosa por tus líneas
y bajar luego conmigo hacia tus pies. 
Me le uní en el recorrido a lo ancho y a lo largo.
Finalmente la vigilia fue sensata. 
Yo, despierto, navegaba. 
Vos, dormida, sabrá Dios con qué soñabas
mientras tu cuerpo, generoso,
se deslizaba lentamente por mi lengua.