Pobre viejo. Todas las mañanas se dirigía lentamente a la Iglesia. Subía por los amargos escalones que se dibujaban ante la gran puerta siempre abierta del templo. Se persignaba de rodillas frente al altar aún lejano. Avanzaba con pasos torpes sobre la resignada alfombra, gastada hacía ya tiempo de tanta fe. Más cerca, dejaba caer nuevamente su peso sobre las rodillas, dejaba que su mano dibujara de la frente al ombligo y de hombro a hombro la señal de la cruz por enésima vez, y dejaba correr una lágrima que, siguiendo un surco ya marcado por la costumbre, descendía rápida por su mejilla y se balanceaba un instante para caer luego hasta un lugar indeterminado, pero seguro, de la alfombra. Unos murmullos de oración más tarde, las dos monedas de siempre le compraban una pequeña vela regordeta, que terminaba uniéndose al sordo coro de esperma que iluminaba tenue la imagen de la santa que brillaba, ahora, para él. Ella siempre lo esperaba. No lo había defraudado una sola vez. El, no pedía nada. Ni milagros, ni favores. Tan solo la certeza de que mañana como hoy, pasado mañana como ayer, ella estuviese allí, esperando tranquila y fiel, en la penumbra, la visita de su siervo. Su mano se deslizaba entonces hacia la parte de atrás de la alcancía, y moviendo sin prisa la tablilla suelta, rescataba las pocas monedas que allí le esperaban y que mañana, como ayer, como siempre, le permitirían tener la fuerza para acercarse de nuevo a la santa, encender la luz de su fe, y repetir el milagro cotidiano de los amigos, los que están siempre ahí, sin más propósito que estar ahí, con dos monedas y una vela en la mano.