El tamaño de los héroes
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier Ministro de Educación Pública
Los seres humanos solemos endiosar a nuestros héroes: darles escala sobrehumana, perfecta, casi divina. De alguna manera esto se refleja en el encanto que nos provocan los súper héroes; hace apenas tres días en Puerto Viejo de Sarapiquí, celebrando las batallas de Sardinal y La Trinidad, preguntaba a los estudiantes cuáles eran sus héroes favoritos y todos repetían: Supermán, Batman, el Hombre Araña… personajes que se caracterizan por sus poderes, sus armas ultramodernas y, claro, por un pequeño detalle: los súper héroes no existen más que en las tiras cómicas y las películas.
Por eso, no esperemos que nuestros problemas sean resueltos por algún súper héroe. Y, por eso mismo, no empequeñezcamos a nuestros verdaderos héroes haciéndolos parecer sobrehumanos, perfectos, imaginarios; porque su grandeza radica, precisamente, en su escala humana; en haber sabido comportarse como héroes a pesar de sus pequeñeces, sus temores, sus imperfecciones, sus dudas, sus ambiciones y sus debilidades.
Ser así, humanos, ambiguos, terriblemente normales y ser capaces, sin embargo, de estar a la altura de los tiempos, ser capaces de una gesta heroica, ser capaces de un acto de heroísmo, eso es lo que realmente los convierte en héroes, lo que los hace verdaderamente memorables.
Recuerdo aquella tira cómica de Quino en la que Felipito se detiene ante la estatua de algún prócer y lee con atención la placa que dice “al luchador incansable por la libertad”. Felipe medita un momento y exclama: “¡eso no tiene gracia, el mérito es estar cansado y seguir luchando!”
En efecto, no tiene mayor mérito quien es audaz porque no siente miedo; quien corre riesgos porque no conoce el peligro. Pero vencer el miedo y ser capaz de mostrarse audaz, arriesgarse sabiendo lo que eso significa, eso sí que es de héroes, porque solo los que saben que pueden fallar y aún así se atreven, son genuinamente heroicos.
Ante el cansancio, ante el miedo, ante la incertidumbre, ante la vergüenza, son muchos los que dan un paso atrás esperando que otros sean los que enfrenten el momento con dignidad sobrehumana; y lo digo con cuidado, porque ésa es, en realidad, la verdadera dignidad humana: hacer algo en lo que nos puede ir la vida, simplemente porque es lo correcto.
El momento del héroe es el momento de la ética: es el momento de enfrentar una situación límite sacando lo mejor de nosotros mismos sin importar las consecuencias. Nuestro heroísmo no es una cualidad natural ni genética. Difícilmente encontraremos héroes que lo hayan sido a lo largo de su vida; personas que hayan estado a la altura de cada momento de su vida, que hayan sido absolutamente irreprochables; prácticamente perfectas. Lo que hace verdaderamente grandes a los héroes es, precisamente, la posibilidad de no serlo: la duda de si seremos o no capaces de dar lo mejor de nosotros en el momento preciso, no porque sea inevitable – no lo es – sino porque es imperativo.
Ese es el reto que todos enfrentamos en cada momento, en cada situación: ¿cómo nos vamos a comportar? Somos seres humanos comunes y corrientes, con méritos y defectos por igual, con fortalezas y debilidades, con sueños y con temores. Cuando enfrentamos una situación que demanda un esfuerzo adicional, cuando topamos con un dilema en el que tenemos que sacar fuerzas de flaqueza, valentía en medio del temor, audacia en medio de la duda: ¿seremos de los que dan un paso atrás esperando que aparezca alguien que dé la cara y asuma el reto, o seremos de los que dan un paso adelante y hacemos algo humanamente sobrehumano: hacer lo correcto sin importar las consecuencias.
Hay que entender, además, que existen distintas formas de heroísmo. Están esos heroísmos que estallan como un gran incendio o como magníficos fuegos artificiales en un momento crítico; y están los heroísmos que nos alumbran tenuemente a lo largo de un camino tortuoso. Ambos son indispensables, aunque sea más fácil reconocer al heroísmo espectacular que al discreto heroísmo cotidiano. Usando la metáfora de la antorcha, podríamos decir que, a veces, el uso heroico de la antorcha es el que quema el mesón, el que enciende un fuego gigantesco que abrasa y quema y transforma las condiciones del momento. Otras veces el propósito de la antorcha no es el de quemar un mesón o provocar un incendio, sino el de alumbrar el camino; no es la antorcha del estallido, es la antorcha paciente y esforzada que nos ayuda a avanzar sin desfallecer ni perder el rumbo.
Así como hay distintas antorchas, hay diferentes tipos de héroes. Hoy estamos aquí para celebrar a héroes como Juan Santamaría, como Juan Rafael Mora, como el General Cañas y como tantos otros que estuvieron dispuestos a arriesgar y entregar sus vidas en una guerra destinada a garantizar la libertad de la que hoy gozamos. La quema del Mesón en Rivas, la batalla crucial en Santa Rosa, los triunfos en Sardinal y La Trinidad, la larga lucha que a lo largo de 1856 y 1857 permitió que Costa Rica expulsara de su territorio y del territorio centroamericano a los filibusteros, son probablemente el ejemplo más gloriosos de ese heroísmo dramático que la historia demanda de nosotros en momentos críticos. Honor a esos héroes.
Pero hagamos también que la luz de la antorcha que incendió el mesón ilumine el heroísmo de esos otros costarricenses que nos acompañan a lo largo del camino y logran, con su heroísmo cotidiano, que podamos enfrentar los dilemas de nuestra vida en común.
Que la antorcha ilumine – por ejemplo – el heroísmo de nuestras y nuestros policías, que todos los días salen a patrullar las calles sabiendo que, en cualquier momento, a la vuelta de cualquier esquina, en ese simple trabajo de cuidarnos a todos nosotros, se les va la vida. Que ilumine el heroísmo de nuestras y nuestros docentes, que a veces en condiciones realmente difíciles y siempre insuficientes, se dan por entero a su trabajo porque saben que en sus manos se forja, en cada joven, el destino conjunto de todos. Que ilumine el heroísmo de los médicos y las enfermeras que no miden las horas cuando está en juego la vida de un niño, de una madre, de un extraño cualquiera que está en ese momento a su cuidado. En fin, que el fuego de la antorcha ilumine el heroísmo de cada profesional, de cada trabajador, de cada ciudadano, y de todas las personas que, enfrentadas al dilema de actuar cómodamente, de cumplir apenas con el mínimo indispensable, de contentarse con seguir las reglas cuando la vida parece exigir algo más de ellas, saben elegir éticamente: saben dar – como el soldado Juan – un paso adelante y encontrar en ellas esa pasta de héroes que todos tenemos, pero que exige un valor especial, una ética, un compromiso vital. Porque, héroes, son los que – sin necesidad, sin obligación, sin poderes especiales – son capaces de hacer una diferencia en la vida de los demás, en la vida de alguien más.
Recordemos y celebremos, pues, el tamaño de nuestros héroes. No los empequeñezcamos dándoles una escala sobrehumana, porque eso lo único que hace es quitarles todo mérito: entendamos que el verdadero carácter de su heroísmo radica en que, siendo personas como cualquiera, como nosotros, con sus virtudes y sus defectos, con sus inseguridades y sus sueños, fueron capaces de hacer lo extraordinario. Su heroísmo surge, precisamente, de haber hecho lo extraordinario siendo ordinarios.
Todos tenemos lo que hace falta para ser un héroe, todos podemos elegir entre dar un paso atrás… o estar a la altura del momento, de cada momento. En honor a los héroes de la historia patria que hoy celebramos, sepamos también nosotros comportarnos como héroes en todo aquello en que la vida nos lo demande.