La familia: núcleo de amor, no de miedo
Leonardo Garnier

Nada nos marca más que la familia. Idealmente para bien; a veces... tristemente, para mal. Los seres humanos nos construimos a nosotros mismos a lo largo de toda la vida y en constante interacción con los demás: aprendemos de los demás y con los demás. Este proceso empieza en el seno de la familia desde la más tierna edad, sea cual sea la familia en que hayamos tenido la suerte – buena o mala – de crecer.
La familia es el primer momento y el primer espacio en que nos enfrentamos a esa inescapable dualidad humana: Somos iguales y distintos a los demás y es mediante la convivencia que nos vamos convirtiendo en nosotros mismos. En ese espacio privilegiado que puede ser la familia es donde estamos supuestos a aprender a sentirnos seguros, queridos, respetados; es ahí que podemos aprender cómo otras personas se preocupan incondicionalmente por nosotros y nos brindan todo aquello que nos da bienestar, a veces a costa del suyo propio: es el espacio de la generosidad. Pero es también ahí que aprendemos que somos seres vulnerables y que se nos puede hacer daño con facilidad, daño físico – tal vez el más obvio – pero también emocional, muchas veces más profundo y duradero.
Cuando pensamos en la familia, solemos hacerlo pensando en una versión ideal, olvidando que a veces la familia no es más que la primera y muchas veces la más terrible pesadilla que viven algunas niñas y niños. Es el lugar del primer abandono, del primer golpe, de la primera traición, del primer desprecio, de la primera descalificación. Es triste y trágico cuando la familia pervierte su sentido íntimo como fuente de seguridad y afecto incondicional y se convierte más bien en su contrario: el lugar del miedo en el que lo propio se vuelve extraño, en que el amor se vuelve temor y chantaje, la generosidad se vuelve egoísmo, la caricia se vuelve golpe, agresión, violación.
Esto resulta mucho más grave porque, para algunos, parece no haber contradicción entre amor y temor: “porque te quiero te aporreo” es un aforismo que todavía hoy mucha gente sigue creyendo verdadero, cuando no es sino la más burda de las excusas para lastimar a quien, más bien, se debiera querer y proteger. Pero es que a veces los padres y madres tienen también miedo de no hacerlo bien... y entonces recurren al miedo como herramienta. Craso error. La ética y el amor nunca se aprenden a golpes.
A veces se piensa que el objetivo de la vida en familia es formar para la obediencia, para la sumisión, para que las hijas y los hijos cumplan el sueño de sus padres... y no para que los jóvenes vayan aprendiendo a ejercer con amor y responsabilidad su libertad, a vivir plenamente su autonomía, a ser ellos mismos. La familia debe formar en el amor y en la ética, más que en la mera obediencia. “La ética no nos interesa porque nos entregue un código o un conjunto de leyes que baste con aprender y cumplir para ser buenos. (...) La ética es la práctica de reflexionar sobre lo que vamos a hacer y los motivos por los que vamos a hacerlo”. (Savater: Ética de la urgencia p. 16).
Si queremos educar para el amor, para la responsabilidad y para la libertad, la familia debe ser el espacio privilegiado para que cada uno de sus miembros pueda realizar el duro trayecto hacia la autonomía, para que cada uno pueda aprender a hacer lo correcto porque sabe que es lo correcto. Como bien dice Savater: “Portarse bien porque después alguien te va a dar un premio no me parece una actitud muy moral”. (Ibíd. p. 99).
Y es aquí donde surge el reto más grande de la familia – y de la sociedad – moderna: el amor y la ética no significan que todos actuemos igual, que todos sigamos las mismas reglas, que todos tengamos los mismos gustos o nos portemos como si los tuviéramos. Como dije: somos distintos. Somos distintos como personas y son distintas nuestras familias. Nadie debe sentir miedo en su casa, en su familia, por ser distinto: debe sentirse igualmente querido y seguro, igualmente respetado y amado.
En el mismo sentido, ninguna familia debe sentirse más o menos familia por ser distinta: no son las formas las que definen a la familia, sino su esencia de grupo básico de identidad, de afecto, de seguridad y de construcción de la libertad de cada uno de sus miembros. Junto a la familia tradicional, hay sinnúmero de familias en que la madre juega el papel parental, en otras, es el padre; hay familias en las que ese papel recae en la abuela o los abuelos, en un tío o tía; hay familias en que dos adultos del mismo sexo juegan el papel paterno y materno; y hay casos en que no hay adultos presentes y los hermanos se constituyen en familia. Mientras predomine el amor y el respeto como base de la construcción de una vida ética en sus hijos, estas serán mucho más familia que aquellas otras en que – aún tras su forma tradicional y su discurso cargado de valores – se esconde una vida llena de miedo, de represión, de agresión y de ausencia de amor. En última instancia, lo único que debiera definir a la familia es eso: ser el núcleo originario que forma en el amor.
(Artículo escrito con motivo del “Mes de la familia”)