En defensa de nuestras instituciones: Salarios buenos y justos frente a privilegios absurdos e insostenibles
Leonardo Garnier

En los últimos días se ha planteado una discusión sobre los salarios públicos y su comparación con los salarios privados. Para algunos, esta discusión tiene como objetivo golpear a nuestras instituciones públicas. Para otros, esta es una discusión indispensable si queremos realmente salvar estas instituciones.
Para entender mejor el problema que tenemos, hay que separar el análisis en al menos cuatro componentes distintos:
1. El nivel de los salarios en el sector público
Es importante partir por reconocer que si queremos servicios públicos de calidad - de salud, educativos, de infraestructura, energéticos, de telecomunicaciones, etc. - es necesario que los profesionales y funcionarios que trabajan en el sector público tengan una remuneración adecuada. Pongo tan solo el ejemplo de la educación, aunque igual aplica en otros campos: el aumento de los salarios docentes es una señal fundamental para atraer los mejores candidatos a las facultades de Educación; lo que es a su vez indispensable para elevar la calidad de la educación. Servicios de calidad exigen funcionarios y profesionales de calidad, y para esto las remuneraciones deben ser buenas.
En cuanto a la comparación con el sector privado, hay que destacar que no tiene sentido comparar simplemente el salario promedio de los empleados públicos con el salario promedio de los empleados privados, porque en el sector público hay una proporción mucho más alta de funcionarios profesionales. Es importante que la comparación se haga para tipos de trabajo equivalente, pero sí hay que reconocer que la comparación – cuando es rigurosa– es importante.
2. Las desigualdades existentes ¿son justificadas o no?
Tanto entre el sector público y el privado, como al interior del sector público, se presentan una serie de desigualdades importantes entre los salarios de trabajadores que parecen tener las mismas calificaciones y el mismo tipo de responsabilidad. Esas desigualdades no tienen justificación, provocan un entendible malestar y generan presiones hacia el aumento de los que están por debajo, que luego – por las reglas existentes – hacen subir de nuevo a los de arriba.
Pongo de ejemplo la regla del “percentil 75” del ICE: cuando se adoptó la regla de que los salarios de los ingenieros del ICE se ubicaran en el percentil 75 del mercado el objetivo era el de atraer y mantener en el ICE a los mejores ingenieros del país. El problema es que luego la regla se generalizó – si no entiendo mal – a todos o casi todos los profesionales o los funcionarios del ICE (algo parecido puede haber sucedido en otras entidades autónomas). Entonces, un profesional que trabaje en el MOPT o en el MINAE o en el MICIT ganaría mucho menos que un profesional equivalente que trabaje en el ICE, lo que no pareciera tener justificación: todas esas instituciones necesitan los mejores profesionales.
Cuando para resolver este problema se tomó la decisión de elevar hasta el percentil 50 la remuneración de los profesionales del Gobierno Central, cuyos salarios se habían quedado muy rezagados, se provocaron dos efectos contradictorios: en un primer momento, se redujo la injusticia; pero en un segundo momento, dado que la regla del ICE es de que sus profesionales estén en el percentil 75, el aumento de los otros profesionales del Gobierno al percentil 50… hizo que tuviera que subir el salario en el ICE para mantenerse en el percentil 75: la brecha se mantiene, pero el nivel salarial de todos, sube. Podría haber pasado algo similar en otras autónomas (y en otros Poderes).
Un ordenamiento de los salarios al interior del sector público como un todo debiera establecer cuáles diferencias son razonables y justificadas y cuáles no; pero, sobre todo, debiera acabar con las perversas “perseguidoras” salariales que hacen que, cuando unos salarios aumentan "para cerrar la brecha"… deban aumentar los demás “para mantener la brecha”.
3. Los pluses: desde los sensatos hasta los descabellados
En lo que refiere a los pluses, los hay de muy distintos tipos. Algunos son perfectamente razonables y se vinculan – por ejemplo – con los escalafones académicos o con las mejoras en carrera profesional: más estudios, más acreditaciones, más y mejores publicaciones o investigaciones, etc. Ese tipo de incentivos son razonables, necesarios y recomendables. También sería importante que hubiera incentivos vinculados a la calidad del trabajo y el rendimiento, pero esto exige instrumentos de evaluación con los que no contamos aún y a los que mucha gente – y sus gremios – se resiste.
Otros pluses tienen que ver con categorías como las de “dedicación exclusiva” o “prohibición” (aunque hay muchas más, como el pago por “zona de menor desarrollo”, por “peligrosidad”, por “disponibilidad”, etc.). Algunos de estos se justifican plenamente, sobre todo cuando hay escasez de profesionales en determinado campo o región. Sin embargo, debieran ser la excepción y no la norma.
Lo que ha ocurrido con el tiempo es que estos pluses se han convertido en parte “normal” y casi obligatoria del salario. Mucha gente cree – por ejemplo – que al sacar el título académico profesional automáticamente tienen derecho a la dedicación exclusiva. No debe ser así: la dedicación exclusiva solo debiera operar cuando para la institución es muy importante que alguno de sus funcionarios trabaje exclusivamente en esa institución. Debiera ser obvio que esto solo es cierto en la minoría de los casos. Algo parecido debiera aplicar a la prohibición que tan bien han sabido utilizar los profesionales en derecho.
Algo más grave: hay funcionarios que logran que les mantengan el pago de dedicación exclusiva ¡pero les den permiso de hacer trabajos extra en otras instituciones! Con esto se confirma que la dedicación exclusiva ha tendido a convertirse en parte normal del salario y no en un estímulo excepcional (y temporal).
Estos pluses – cabe recordar – pueden representar un porcentaje muy, pero muy importante del salario: pueden elevarlo en 40% o 50%.
Hay un tipo particularmente odioso de pluses que reciben algunos profesionales por ocupar cargos administrativos. Esto no tiene ni pies ni cabeza: si quiero tener al mejor médico especialista, al mejor científico investigador, al mejor docente… sus salarios debieran ser adecuados ejerciendo esa responsabilidad. Pero si a uno de esos profesionales lo nombramos temporalmente en un cargo administrativo ¿por qué agregar un plus por esa función burocrática? ¿Es acaso más importante que su función primaria?
Esto ha conducido a que en nuestras instituciones públicas se genere toda una nueva casta ya no profesional, académica o científica, sino lo que podríamos llamar “burocracia profesional” o, según el caso, “burocracia médica” o “burocracia académica” en la que una “élite” (no por calidad sino por… otras cosas) logra ocupar cargos burocráticos que les elevan notablemente las remuneraciones.
No es de extrañar la tendencia a ocupar estos cargos cuando se está cerca de obtener la pensión, ya que la pensión dependerá no del salario normal que se tenía como profesional… sino de la remuneración con el plus burocrático. Es así como hemos visto crecer en forma alarmante pensiones de seis, siete, ocho… o hasta diez millones de colones al mes, cuando esos nunca fueron los salarios normales de esos profesionales a lo largo de su carrera. Los funcionarios de pensiones bajas subsidian a los funcionarios de pensiones altas, contra todo el discurso de equidad y solidaridad que suelen pregonar... los beneficiados.
4. Finalmente, las anualidades: absurdas e insostenibles
Por último, están las famosas anualidades. Las hay de muy distintos montos, desde las de menos de un 2% de aumento por cada año trabajado, hasta las de 5,5% de aumento salarial por año trabajado que existen en la CCSS y en algunas universidades (y no sé si en alguna institución habrá alguna anualidad mayor).
El concepto mismo de un aumento salarial por antigüedad es bastante absurdo. Para empezar, no responde al aporte que el funcionario hace a la institución: no tiene que ver con mejoras en su calificación, en sus atestados, en sus estudios o en la calidad de su trabajo…sino tan solo con su antigüedad, con el mero paso del tiempo. Alguien podría pensar que el paso del tiempo nos convierte en mejores funcionarios pero no es cierto: el paso del tiempo nos da tanto ventajas… como desventajas: tenemos más experiencia y conocemos mejor la institución – es cierto – pero perdemos la energía y la frescura de los primeros años, nos acomodamos – también es cierto.
El pago por antigüedad tampoco responde alas necesidades financieras de los funcionarios: no es cierto que sea en nuestros últimos años cuando tenemos más necesidades, al contrario, son los profesionales jóvenes, que empiezan a formar familia y a enfrentar el costo correspondiente, los que ven crecer más sus necesidades; mientras que al final de nuestra carrera profesional, ya los hijos se han independizado y nuestras necesidades son menores, por lo que tampoco es por aquí que se puede justificar el pago de anualidades.
Para peor de males, las anualidades son, además, un mal incentivo: para poder pagar altas anualidades, las instituciones se ven obligadas a mantener salarios base relativamente bajos. Esto castiga a los profesionales jóvenes, que difícilmente se ven atraídos por esos bajos salarios de entrada. El resultado es que las instituciones pierden a muchos de los mejores candidatos; y los que aceptan tienen que asumir cargas laborales dobles o triples para poder enfrentar sus necesidades… mientras que los que tienen –tenemos – ya muchos años en la institución, recibimos un ingreso mucho más cómodo, por no decir elevado. Sería mucho más sensato – para las personas y para las instituciones – un sistema de remuneraciones con mejores salarios base, con mejores reconocimientos a la calidad del trabajo… ¡y sin anualidades!
Pero además – y esto es lo más grave – las anualidades se han vuelto insostenibles: de mantenerse, van a quebrar a nuestras más preciadas instituciones públicas. En instituciones como la Caja o la UCR, donde se paga un 5,5% anual de aumento por cumplir un año más de trabajar ahí, esto hace que los salarios aumenten en 50% cada 9 años en términos reales (más la inflación) – sólo por el concepto de anualidad. ¿Qué tan grave es esto?
De acuerdo con datos de OPES y CONARE, cuando al costo de las anualidades se agregan los otros pluses, resulta que el aumento en el costo real de la planilla de la UCR (real: es decir, sin agregarla inflación) es de un 8% anual. Esto quiere decir que sin contratar un solo funcionario más, la Universidad debe pagar un 8% más por su planilla cada año (más la inflación). En pocas palabras, esto quiere decir que el costo de la planilla se duplica cada diez años ¡en términos reales!
Ninguna institución – pública o privada – puede aguantar que el costo real de su planilla se duplique cada diez años, sin contratar una sola persona más. El principal componente de este absurdo son las anualidades de 5,5% y algunos otros de los pluses que mencionamos. Esto debe parar no solo porque es injusto, porque es absurdo, porque no favorece en nada a las instituciones… sino porque es insostenible.
Y cuando estas anualidades se convierten en pensiones, la carga es aún más insostenible y totalmente injustificada (sobre todo cuando hay reglas que permiten que algunos se pensionen hasta con un 150% de su mejor salario).
En síntesis: esto tiene que cambiar.
Quienes insistan en defender estos privilegios deben saber que no están defendiendo a nuestras instituciones: no están defendiendo a la Caja, no están defendiendo a nuestras universidades públicas, no están defendiendo al ICE, no: ¡los están quebrando! (lo que están defendiendo son sus privilegios y su futura pensión).
Por eso debemos decir todo esto sin temor.No porque nos anime – como a algunos – el deseo de debilitar a nuestras más importantes instituciones públicas (y sé que hay gente que aprovecha estos desmanes para golpear a las instituciones) sino, por el contrario, porque entendemos que son estos desmanes los que pueden acabar con las instituciones. Nos las están robando desde dentro, nos las están privatizando desde dentro. Eso debe parar.